Nota por Revista HojaSanta
por María Álvarez; fotos: Nuria Lagarde
La ciudad de México, que todo lo tiene, tiene además los mejores desayunos en la faz del planeta, según yo y muchos verdaderos conocedores de la gastronomía. Obviamente el poder que ejerce el desayuno mexicano está en sus sabores —¡en las salsas!— y en que no conoce ninguna regla ni admite limitaciones. Se vale desayunar desde cualquier hora de la madrugada y hasta cualquier hora del mediodía; se vale que sean proteínas que otros consideran aptas sólo para más adelantado el día, y se vale también combinar mil cosas: pan, fruta, tortillas, huevos, carnes, picantes, sopas (hablo de consomés y menudos) y mariscos, todo ello sin perder su carácter de «platillos de desayuno». Una de las mejores muestras de este despliegue de poder está en la Fonda Margarita.
Voy con un prejuicio: Fonda Margarita es uno de los lugares chilangos recomendados por la guía Where Chefs Eat de Phaidon, además de que figura en el capítulo de México del programa de Anthony Bourdain. Con semejantes referencias cualquier foodie que se respete debería conocerla y, si las celebridades gastronómicas lo frecuentan, supuestamente tendría que gustarnos… Aunque este tipo de preconcepciones pueden nublarnos la experiencia.
Decido invitar a Héctor Mijangos, quien conoce y aprecia el lugar de toda la vida. Me cuenta que ha venido muchas veces desde que era niño y que nada, o muy poco, ha cambiado. Está situada en el barrio de Tlacoquemécatl, del que sobreviven la plaza con su iglesita blanca y las cuadras que la circundan. A pesar de que está ahí desde tiempos de las haciendas, la colonia del Valle ha mimetizado el resto del entorno del antiguo barrio prehispánico. Son lugares como la Fonda Margarita los que permiten seguir llamándole barrio: se conserva la sencillez y la familiaridad.
El ambiente de la Fonda es muy parecido al de un puesto de mercado: largas mesas y bancos comunales en donde cabe mucha gente en poco espacio y se comparte el momento, al igual que las salsas y las servilletas. El local es bastante chico y está todo muy bien aprovechado: al abrir la puerta corrediza se puede ver que una buena parte está ocupada por la cocina, mitad recluida y mitad a la vista, y que al fondo del salón se encuentran los fogones de brasas con las inmensas cazuelas de barro humeantes. Hay un par de músicos amenizando y la clientela es muy diversa: turistas y habituales, grandes y chicos, godínez y hipsters. Son las 8:50 y la Fonda Margarita está a reventar. Por suerte encontramos un huequito para sentarnos. En el terreno del aspecto creo que el lugar nos queda a deber: hay rejas de refresco arrumbadas y llenas de polvo, lonas que se están cayendo, una cubeta con un trapeador y cierta sensación de desorden. No sé si es parte del factor cool, de esta noción de que nada debe cambiar… Aunque en este caso yo creo que nada pierde con darse una guapeada.
La cosa funciona así: en la pared del fondo, detrás de las cazuelas, está colgada una gran lona con el menú impreso. Cada día de la semana —salvo los lunes, que cierran— hay ciertos guisos especiales, unos cinco o seis, y hay algunos que pueden pedirse todos los días. Inevitablemente se antojan los platillos que no podrán pedirse en el momento; hubiera querido cerdo con verdolagas de los martes, o tortitas de carne de los jueves, pero hoy es viernes y hay otras delicias del menú correspondiente y también, dada la fecha, especialidades de cuaresma que suenan impresionantes: chiles rellenos, huauzontles, romeritos…
Los meseros son rápidos y eficientes. Van de un lado a otro como chapulines. El lugar abrió a las 5am y para este momento el ritmo ya es extático. ¿Cuántos cientos de desayunos habrán servido ya? Es hora de pedir la bebida: café de olla, jugo de naranja fresco o refrescos, son las únicas opciones. Pedimos cafés y jugos. Los primeros salen de una olla que está en el fogón y se sirve, dulce y fuerte, en los clásicos jarritos de barro; los segundos los sirven en la cocina, pero su sabor delata que están recién exprimidos.
La Fonda Margarita es una institución local y de la Colonia del Valle en general. Los comensales que nos tocaron enfrente —una pareja de mediana edad— lo confirman: asiduos parroquianos que asisten prácticamente todas las semanas. Son vecinos del lugar y saben a lo que vienen: «Yo vengo por los frijoles refritos», nos comenta el señor. «A mí me gustan mucho los huevos en salsa de pasilla», agrega su esposa. También los huevos en pasilla son los favoritos de Mijangos, además del chicharrón en verde.
Ya no podemos esperar más, es hora de desayunar. Aquí no hay frutas: se viene a desayunar macizo. Son las nueve de la mañana y los huevos en pasilla —por ser uno de los platillos más populares— se terminaron. Pedimos el chicharrón en salsa verde, huevos tirados, huevos al albañil. Las salsas ya están ahí, llega el tortillero y uno a uno los platos: son abundantísimos. Los caldosos se sirven en tazones muy grandes. La salsa verde en la que está cocinado el chicharrón es una delicia: el tomate verde, el cilantro, la cebolla y el chicharrón están como fundidos. No pica nada pero tiene una personalidad sorprendente. Los huevos al albañil son como tiras de omelet en un caldillo rojo bien sazonado con chile y epazote, y los huevos tirados forman una especie de bolillo alargado hecho de huevo revuelto con frijoles negros refritos, que le compiten a los que llevan el mismo nombre en el Café de la Parroquia de Veracruz. Las tortillas, de máquina, sí dejan que desear y contrastan con el sabor artesanal de los guisados; nos hacen pensar «qué maravilla si este taco fuera con tortilla hecha a mano…» Nos turnamos los platos, y nuestros compañeros de enfrente, al ver que no hay formalidades, nos ofrecen de sus papas con charales, que no probamos, y de sus frijoles, a los que sí les damos unas buenas cucharadas. Son como los refritos de antes, deliciosos. «¿Saben cuál es el secreto de este lugar? Que todo lo cocinan con manteca de cerdo». Y sí, se nota ese elemento que liga los guisos como ningún otro: la untuosa y rica grasa del cerdo. También es evidente que el jitomate que usan se asa a las brasas; otro sabor de antaño inconfundible, insustituible.
Decidimos pedir también los romeritos para no dejar pasar la ocasión pero ya sin hambre me parecen un poco dulzones. Me arrepiento, pero ya es demasiado tarde, de no haber pedido los chiles rellenos. Veo cómo de la cocina del fondo sacan los poblanos ya capeados para integrarse a la salsa roja de la cazuela que los espera. Será en otra ocasión, o hasta que regrese la cuaresma con sus viernes de delicias de vigilia.
Se entiende por qué a los chefs les gusta venir: sabores directos e informalidad garantizada, además del conveniente horario post-camotiza, festejo, pre-compra, etc. Ojalá la atención que eso trae a la Fonda no los haga encarecerse ni dejar el esfuerzo a un lado. Al final de cuentas esta es una cocina de esfuerzo, más que de detalles, que se tiene que preparar durante la noche y las primeras horas de la madrugada para cumplir y librar del ayuno.
Probablemente no necesitemos comer a mediodía. El hambre y el paladar están saciados. Por la tarde volveremos a la era de las ensaladas orgánicas pero mientras podemos disfrutar el sabor que nos dejó nuestra visita al pasado. La Fonda Margarita está detenida en otra era: la de los desayunos poderosos de raciones abundantes a precios súper amables —que ya difícilmente se ven en esta ciudad—. Tienen una gran fórmula, sólo les falta darte una sal de uvas picot a la salida.
Si quieren visitar Fonda Margarita: Adolfo Prieto 1364, del Valle, DF; fondamargarita.com
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