Soñando con viajar y recordando los buenos momentos que viví en esta metrópolis, decidí escribirle una carta, que para mi sorpresa resultó una carta de amor. Y es que sí, lo admito, estoy enamorada de la CDMX. Pero, ¿quién no?
El flechazo llegó con la comida, por supuesto. Más allá de los tacos, me enamoró esa cocina en movimiento. Ese amor encapsulado en ollas y canastas que viaja en bicis, triciclos y camionetas, parando en alguna que otra esquina para vender panes y cafés, tacos y tortas, elotes, comidas completas, postres. Todo sobre ruedas, todo delicioso.
La ciudad es leal a los que caminan por sus calles, pero también a los que se mueven en bici. Un simple paseo por la Roma, Condesa, la Juárez… es un descubrimiento, un coqueteo con los edificios antiguos, las casas de colores, los caminos llenos de árboles, los rincones que narran historias.
Y hablando de contrastes, la CDMX se lleva el triunfo. En una avenida parecen reunirse los más de 20 millones de habitantes, y a la vuelta, ¡el silencio total! Aquí, el sol del mediodía es cómplice de las lluvias por la tarde; los graffitis juegan en parques, lo mismo que lujosos restaurantes se entremezclan con cafeterías secretas.
Estoy segura que mi paso por esta ciudad no hubiera sido igual sin el lugar al que llamé mi hogar por unos días y a las personas que me hicieron sentir en casa, parte de una familia. Uno de mis primeros recuerdos fue una bienvenida cálida y amigable de mi anfitriona, ¡que más bien fue como una vieja amiga!: “Aquí tienes mi teléfono por si necesitas algo, lo que sea: tips, recomendaciones o ayuda para lo que sea”. Esto va más allá de mera hospitalidad, esto es parte del encanto de quedarte en un sitio con corazón.
Después de días enteros por mi barrio, la Roma, regresaba feliz a ese hermoso edificio azul, a mi querido hogar con un nombre aún más hermoso: Azul Córdoba. Siempre atesoraré este viaje como una experiencia inolvidable.
Nos veremos muy pronto, eso lo sé.
Con amor,
Violeta